Hilario no conocía más que la soledad. Y al principio no le importaba. ¿Qué podía faltarle a un gaucho joven, si tenía un rancho donde cobijarse, un caballo incansable y unas cuantas ovejas que atender? Andar por esos campos interminables que su caballo tan bien conocía, hilvanando y deshilvanando un silbido que corte el silencio del campo que se aquieta...
Así fue como comenzaron Hilario a
cansarse de su soledad y las cosas a suceder. El aborrecía el silencio. Por
eso buscaba el rumor del arroyo, o se entretenía escuchando el canto de los
pájaros. Azuzar las ovejas, el "vamos bonito" mientras picaba con el rebenque
el anca sudada del caballo, eran los pocos diálogos de su vida solitaria.
Una tarde que anunciaba lluvia,
Hilario se fue a dormir, lo hizo de a ratos sobresaltado por los rayos y
relámpagos, hasta que al fin se durmió profundamente. Soñó con la lluvia de voz
serena y melodiosa. Cuando despertó, Hilario ya sabía: necesitaba compañera.
La tarde siguiente lo encontró a
Hilario con camisa limpia, domando su pelo tieso. Llegó al pueblo y no la vio
al principio, entre la gente que se juntaba frente a la pulpería.
Fue cuando dio vuelta a las casas
para buscar el pozo que la escuchó cantar un aire alegre inclinada sobre el
fuentón. Era la muchacha con la que había soñado, con su voz, su cara y su
cuerpo, y se llamaba Rosa. El la llevó al rancho y allí se acabó su soledad.
El, ahora, apuraba el regreso de su trabajo. Rosa resumía toda su felicidad.
La desgracia vino un día en que
Amuray, el cacique de una tribu indígena, también se enamoró de esa criolla tan
graciosa, tan amante y tan fiel. El indio esperó la oportunidad, primero quiso
seducir a Rosa, inútilmente, finalmente, una tarde, un rato antes de que
Hilario regresara, asaltó el rancho y se la llevó.
Hilario se extraño de que su mujer
no saliera a esperarlo. Al llegar al claro el viejo silencio volvió de pronto,
pero esta vez era un grito. El gaucho comprendió, no tuvo más que ver el
desorden del rancho, el agua volcada en el patio y las manchas de sangre sobre
la tierra. Al galope y con el corazón apretado, siguió el rastro.
La persecusión duró poco, pero la
lucha fue feroz. Al ver a Rosa herida, Hilario se avalanzó sobre Amuray y con
un certero puntazo de cuchillo hizo que soltara a la cautiva. A duras penas
pudo sostener a la desmayada Rosa, que, antes de llegar al rancho, ya estaba
muerta.
Hilario, abrazado al cadáver, llamó
a su amada con el sinfín de palabras que ella le había enseñado y lloró con
toda la pena mientras caía la noche.
El gaucho se quedó dormido bajo las
estrellas con la cabeza sobre el cuerpo querido, sólo con el sueño llegó el
alivio.
No lo despertó el alboroto de los
pájaros ni el resplandor del sol, sino una música desconocida y tan cercana que
parecía brotar de su propio cuerpo. Cuando tomó conciencia, llegó la pena del
recuerdo y la sorpresa de ver que sus brazos ya no rodeaban el cuerpo de su
compañera sino una caja de madera con forma de mujer apenas perlada por el
tenue rocío del amanecer.
MARIA
PLAZA
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